sábado, 16 de febrero de 2013

50 años de viaje interior



Este artículo lo escribí pocos días antes del 50 aniversario de la mítica charla de Richard Feynman, "There is Plenty of Room at the bottom", el 29 de diciembre de 1959.  No conseguí publicarlo cuando tocaba, pero me ha parecido oportuno sacarlo del cajón. 


La historia de la humanidad está marcada por grandes viajes y por los hombres que los hicieron posibles.   La edad moderna comienza cuando Colón viaja a America y descubre para los europeos un nuevo mundo.  La expedición de Magallanes logra navegar alrededor del mundo, proporcionando así una geovisión que, entre otras cosas,  pone de manifiesto la necesidad de establecer una línea internacional  de cambio de fecha.  Trescientos diez años más tarde  la expedición del Beagle pone a Darwin  ante las evidencias que le llevan a proponer la teoría de la Evolución, y que cambió radicalmente nuestra perspectiva sobre la vida en general, y la especie humana en particular.

En el siglo XX, una vez que  casi toda la superficie de la tierra había  sido ya explorada,  comenzó la investigación del espacio exterior y así el hombre dio sus primeros pasos sobre la luna hace 40 años.  Como ocurre en otras empresas científicas, la carrera espacial  hizo posibles toda clase de desarrollos tecnológicos con aplicaciones prácticas en nuestro día a día.  Una vez puesto el pie en la luna, nuestra mirada fue más allá.  En 1977 se lanzaron las sondas Voyager para explorar el sistema solar y se espera que dentro de miles de años lleguen a alguna estrella vecina.

 Así,  se podría pensar que la época de los grandes viajes ha terminado, o al menos de los viajes que un hombre podría hacer durante su vida.  Quizá algo así motivó a genial físico americano Richard Feynman, justo hoy  hace 50 años, a proponer un nuevo tipo de viaje, no hacia el espacio exterior o para recorrer grandes distancias.  El  viaje que  Feynman imaginó tenía lugar en dirección contraria. No se trataba de llegar muy lejos, a los confines de la tierra o del sistema solar,  para explorar y aprender. En una conferencia titulada “Hay mucho sitio en el fondo” (there is plenty of room at the bottom) , impartida en el encuentro de la Sociedad americana de Física el 29 de diciembre de 1959, Feynman se preguntó si era posible almacenar toda la enciclopedia británica en la cabeza de un alfiler.  Feynman estimó que para ello el tamaño de cada letra debería ser 25 mil veces menor que el de las letras de este periódico. Así, los pequeños puntitos de los con los que están escritas las letras deberían tener un diámetro de unos 32 átomos.  Feynman argumentó que no había ninguna ley física en contra de esta posibilidad e  incluso discutió como leer un texto escrito en tan reducido espacio, usando microscopía electrónica y especuló sobre como escribirlo.

Si fuese posible almacenar la enciclopedia británica en la cabeza de un alfiler,  entonces podríamos almacenar todos los libros de la humanidad en unos pocos metros cuadrados, añadió Feynman.  Y si además de ocupar un área reducido, las “hojas” en las que se escribe la información son a su vez atómicamente estrechas,  sería posible almacenar toda la literatura generada por la humanidad en una mota de polvo.  Efectivamente, había mucho sitio en el fondo.

En su charla, Feynman admitió que  la idea no era terriblemente original. Al fin y al cabo, la descomunal cantidad de información de nuestro código genético está replicada en todas y cada una de las células de nuestro cuerpo, usando un alfabeto de cuatro  letras, cada una de las cuales es una molécula constituida por  unos 20 átomos. Para imitar esta gesta de la naturaleza sería necesario abordar “el problema de manipular y controlar cosas a pequeña escala”, en palabras de Feynman.   Sin usar esa palabra, Feynman estaba hablando de la nanoescala y, 50 años más tarde, su charla se considera como el acto fundacional de la nanociencia.

Paradójicamente, aunque la conferencia de Feynman pasó relativamente desapercibida durante más de dos décadas,  la idea de almacenar una gran cantidad de información en un área pequeña se convirtió, por motivos prácticos, en la piedra angular de la emergente industria microelectrónica en los 60.  El mismo 1959 Jack Kilby, de la empresa Texas Instruments,   patentó el circuito integrado que,  como su nombre indica, permitía integrar en un único elemento semiconductor los diversos dispositivos que componen los circuitos eléctricos.    Si abrimos cualquiera de las decenas de aparatos que tenemos en casa, desde nuestro microondas hasta nuestro ordenador, encontraremos en su interior decenas de circuitos integrados o chips. 

 El tremendo  impacto del invento de Kilby le valió, 41 años más tarde, el premio Nobel de Física en 2000.  Durante esas cuatro décadas prodigiosas, los circuitos integrados pasaron de tener unos pocos transistores, los elementos que permiten almacenar y procesar la información digital, a  centenares de millones. Siguiendo fielmente el pronóstico que en 1965 hizo Gordon More, el co-fundador  de Intel, el reputado coloso de la microelectrónica,  el número de transistores en un chip se ha venido duplicando cada dos años.  Para lograrlo,  la industria microelectrónica ha sido capaz de ir reduciendo de manera progresiva el tamaño de los transistores desde su tamaño en los 60,  de unos milímetros hasta su tamaño hoy en día, de unas decenas de millonésima de milímetro, o lo que es lo mismo,  unas decenas de nanómetros.  Este milagro tecnológico se ha basado fundamentalmente en un único material, el silicio.

La miniaturización de los componentes electrónicos ha venido acompañada de una  ventaja crucial,  también anticipada por Feynman.  La reducción del tamaño de los componentes electrónicos conlleva el aumento en su velocidad de funcionamiento, que ha venido duplicándose cada 18 meses. Así , hoy en día los ordenadores son capaces de realizar una variedad de tareas imposibles para los humanos, controlando transacciones financieras, la navegación de barcos, aviones, satélites de comunicaciones, calculando modelos atmosféricos que permiten predecir el tiempo, y un larguísimo etcétera   que hace posible el  estilo de vida del mundo desarrollado.  Entre la multitud de aplicaciones que serían imposibles sin la  ayuda de un ordenador,  me detendré en una que habría gustado particularmente  a Feynman.  En su conferencia de hace 50 años Feynman especuló sobre la posibilidad de manipular los átomos de uno en uno.  En 1981 los físicos de IBM en Zurich,  Binnig y Rohrer, desarrollaron el microscopio de efecto túnel, una herramienta capaz de detectar y manipular los átomos de uno en uno, de la misma  manera en que un invidente usa el bastón para deambular.  Mientras que éste último usa su cerebro para procesar la ingente cantidad de información recogida por su bastón y redirigir su movimiento,  la señal eléctrica recogida por el microscopio túnel sólo puede ser útil si es procesada y retroalimentada, para lo cual es imprescindible un ordenador.  El microscopio de efecto túnel permite a  decenas de laboratorios en todo el mundo, algunos de los pioneros en España,  manipular los átomos de uno en uno y construir estructuras con ellos,  culminando así una de las etapas viaje interior previsto por Feynman.


Hace 50 años  Feynman se preguntó sobre las inmensas posibilidades que se abrirían si fuese posible fabricar materiales combinando a voluntad planos atómicos de diferentes composiciones.  La respuesta llegó en los 80 gracias a la tecnología de crecimiento epitaxial por capas.  Una vez más, Feynman estaba en lo cierto:  nuevos fenómenos físicos, como la magnetoresistencia gigante,  fueron descubiertos en esas estructuras artificiales, en 1989 por los grupos de Fert y Grundberg, galardonados con el premio Nobel de Física en 2007.  Su descubrimiento permitió una revolución en el campo de los sensores magnéticos como el que llevan la mayoría de los discos duros que tenemos en el ordenador. 



Transcurridos 50 años, es  difícil no conmoverse con la formidable visión de Feynman y con el desarrollo tecnológico asociado a la miniaturización, no necesariamente generado por su charla, y  que ha cambiado radicalmente nuestras vidas.   ¿A dónde nos llevará  este viaje dentro de otros 50 años?. Cuando digo que trabajo como investigador a menudo me preguntan si queda algo por inventar.  El prodigio electrónico que  nos rodea está basado casi exclusivamente en el Silicio,  apenas un átomo entre 100.   Usando carbono, la naturaleza se las ingenia para producir máquinas que vuelan, se reproducen y se hacen preguntas sobre ellas mismas.  Todo eso es posible por la nanoingeniería genética fruto de la evolución.  Nos enfrentamos a grandes desafíos, pero las posibilidades son aun mayores.  Cuando me preguntan si queda algo por inventar, no puedo dejar de pensar que “there is plenty of room at the bottom”. 

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